Me ha parecido muy ilustrativo este texto del blog de La Paz
(http://lavozdelhulp.wordpress.com/2013/01/08/conflicto-sanitario-y-salud-democratica-i/)
Para leer despacio
El
conflicto activo sobre modelo y coberturas sanitarias de la Comunidad de Madrid
afecta no sólo a la configuración de un determinado sistema sanitario, sino
también y radicalmente -es decir, de raíz- a cómo nos vinculamos políticamente,
en democracia. Como no existe una única forma de entender la democracia a
continuación detallamos dos modelos democráticos, el agregacionista y
el deliberativo y tratamos de explicarlos en relación con el
conflicto sanitario madrileño.
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El
modelo más tradicional es el agregacionista, para el que el
contenido de las decisiones resulta de las preferencias y, por tanto, la
voluntad popular sólo puede entenderse desde un mapa de preferencias
individuales. Se considera que las preferencias e intereses se configuran en
privado, que hay que partir de ellos como un hecho dado y por eso la única
posibilidad es agregarlos a través del voto y la representación. El
agregacionismo, además, liga la racionalidad al autointerés, es decir, entiende
que la pregunta radical de todo individuo es qué es lo que más me interesa
particularmente.
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Desde
esta perspectiva, la Administración autonómica de la Comunidad de Madrid asume
que la decisión de aprobación por la Asamblea del Plan de Medidas de Garantía
de la Sostenibilidad del Sistema Sanitario Público recoge las preferencias
individuales de los votantes del PP. Este es un hecho dado, que sería
irrebatible si no fuera porque ésta no fue anunciada en su programa electoral.
Y lo único que queda es agregar estas preferencias en el formalismo de las
decisiones institucionales, al proteger el interés particular de esos votantes
que, a su entender, expresa el contenido de la soberanía popular. Desde esta
aproximación, la matemática de los votos legitima para la defensa de las
preferencias agregadas de tus votantes.
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El
otro modelo democrático es el deliberativo. Desde finales del siglo
XX se habla de un “giro deliberativo de la democracia” (Habermas
o Rawls, entre otros) con la intención de articular representatividad y
participación y evitar el riesgo de degenerar en la tiranía de las mayorías
formales sin procesos de respeto y consideración real y democrática a las
minorías. Las teorías deliberativas sobre la democracia parten de que existen
desacuerdos entre los ciudadanos y de que, sin embargo, es necesario tomar
decisiones comunes. ¿Cómo articularlo? Algunas cosas parecen evidentes. No por
imposición (intolerable en toda sociedad democrática), no basándonos en
pretendidas concepciones compartidas de vida buena (imposible en sociedades
plurales), no apostando por una comunidad de perseguido consenso que en el
fondo no admita la diferencia y la disidencia y, como es lógico, tampoco
manipulando las emociones de los ciudadanos desde un poder mediático que nos
acabe tratando más como masa que como pueblo. Desde la visión
deliberativa el mapa de preferencias individuales no representa en
modo alguno la voluntad popular, entre otras cosas, porque las preferencias e
intereses se forman socialmente, de una forma sinérgica y no meramente sumativa
y porque necesitan de procesos racionales de deliberación cuando su
implantación afecta a toda la población y no sólo a determinados votantes y
cuando el tema que se trabaja afecta a valores tan primarios como, en nuestro
caso, la salud y a bienes tan socialmente valorados como la asistencia
sanitaria.
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Para una auténtica deliberación democrática las
categorías
que deben usarse, siguiendo a Richardson, son las de
“voluntad o intención” y no las de “creencias o preferencias”. En el caso de las opiniones
o creencias (lo que los interlocutores creen sobre el mundo), si
pretenden ser verdaderas o falsas (por ejemplo, que el modelo gestión privada
es mejor que el de gestión pública o a la inversa), el acuerdo es imposible. El
acuerdo será posible si se trata de “metas” que entran en
conflicto (por ejemplo, la disminución de costes con la garantía de
determinados estándares de calidad). En cuanto a las “preferencias” (lo
que los interlocutores quisieran hacer), ciertamente no pretenden ser
verdaderas o falsas, pero se sitúan en un plano que no permite discusión. No
podemos llegar a acuerdos partiendo de la “preferencia” de gestión privada de
seis hospitales (o de gestión pública!) como fuente de voluntad popular. Parece
más fructífero referirse a metas que a preferencias, ocuparse de las
intenciones y de las metas que cada parte se propone y que, a través de la
deliberación, pueden convertirse en metas e intenciones conjuntas.
Podemos alcanzar acuerdos sobre metas comunes (léase
disminución de costes), pero no tratando de encontrar puntos comunes a
cosmovisiones enfrentadas. No podemos deliberar sobre posiciones, es imposible,
sino sobre metas que pueden llegar a ser comunes.
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La
pretensión de toda deliberación de que las normas y decisiones sean justas
necesita de algunas condiciones. Veámoslo brevemente…
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a) En
primer lugar, la razón pública (es decir, la que
defiende intereses universalizables) ha de buscar decisiones en
algún sentido aceptables por los ciudadanos, que deberían ser los
autores y no sólo los destinatarios de las leyes, que es lo que hace a
esas decisiones ser radicalmente respetables. Plantear la preferencia de una
gestión privada de seis hospitales y de un 10% de los Centros de Salud por
parte de empresas con legítimo ánimo de lucro, parece no ser aceptado por la
ciudadanía, pues las dos partes del beneficio esperado (ganar dinero y proveer
asistencia sanitaria), pueden entrar claramente en conflicto y en caso de
hacerlo prevalecerá el objetivo fundacional de la institución, que es el
beneficio particular económico.
b) En
segundo lugar, se exige racionalidad dialógica para
descubrir la validez de las normas. Es decir, para que los ciudadanos sean los
autores y no sólo los destinatarios, cualquier norma jurídica tiene que poder
ser justificada por medio de una deliberación real discursiva, dialogada que
permita que la decisión sea aceptada racionalmente por sus destinatarios. La
racionalidad dialógica no se articula desde metodologías de disciplina de
partido, a sabiendas del resultado de la votación previamente a la deliberación
entre las partes. Por otra parte, las asociaciones y otros colectivos que se
han sentado con la Consejería no aluden a esos encuentros como espacios
dialógicos de deliberación, sino de escenarios más vinculados a las posiciones (léase
el derecho ideológico a la privatización) que a las posibles metas comunes.
c) En
tercer lugar, una democracia deliberativa, como afirma Adela Cortina, nos lleva
a un “nosotros argumentamos”, que brota del reconocimiento recíproco de quienes
se saben mutuamente interlocutores válidos, obligados a la
autolegislación conjunta. Los modelos de democracia deliberativa recuerdan que
la democracia no puede entenderse sólo desde el modelo de un contrato social de
intereses privados. La impresión que da es que la relación entre
“representantes” y “representados” no circulaba en condiciones de simetría, los
representados no se sentían reconocidos como interlocutores válidos.
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El
proceso de toma de decisiones que llevó a la aprobación del Plan de Medidas de
Garantía de la Sostenibilidad del Sistema Sanitario Público ha sido, cuanto
menos, preocupante. En el medio español nos hemos dado, entre los distintos y
posibles sistemas de salud, el que podíamos denominar como de “Bienestar
colectivo”, claramente diferenciado de uno de “libertad contractual” (cuyo
paradigma es EEUU) y de otro de “igualdad social” (más al estilo de los
antiguos países del bloque soviético). Aun admitiendo que el gasto en sanidad,
tal y como ha venido produciéndose desde el Estado del Bienestar fuera
actualmente inasumible -algo más que discutible-, sería preciso encontrar
nuevos modelos de organización y gestión para satisfacer de un modo sostenible
y democrático la atención sanitaria. Sostenible, para
atender las necesidades de las generaciones presentes sin comprometer las
necesidades de las generaciones futuras. Democrático,
sabiendo que no puede haber dicotomía entre los procesos por los que se llega a
decidir ciertas políticas y las políticas mismas o incluso sus resultados. La
autoridad moral sobre el contenido de las decisiones políticas depende en gran
parte de la calidad moral del proceso por el que se ha llegado a las mismas.
Por eso mismo, en plena ceremonia de la confusión, la legítima aspiración a no
despilfarrar recursos públicos en sanidad se ha convertido en el deseo
ilegítimo de cambiar un modelo sanitario sin un auténtico proceso de
deliberación a fondo. No sirve la política de los hechos consumados.
Y II
Nos preocupan
enormemente los procesos de toma de decisiones. También en clínica. Por
poner un ejemplo, últimamente se trabajan a fondo los procesos de Toma
de Decisiones Compartida, entre paciente y profesional. Se entiende que es
lo preferible. Por una sencilla razón: hablamos de la salud y de los valores
del propio paciente. El modelo clásico, conocido como “paternalista” hacía todo
por el paciente pero sin el paciente, es decir, en función de la buena
intención del profesional y de su capacitación y experiencia técnicas se
tomaban decisiones sobre otros. Es lo que en política clásicamente se llamaba
el “despotismo ilustrado“. Todo para
el pueblo, pero sin el pueblo. Esto ya es intolerable en clínica. Los
procedimientos -que no la mera firma de formularios- de consentimiento
informado son una herramienta que pretende reconocer la autonomía moral del
paciente facilitando, precisamente, los procesos de deliberación.
Desde el punto de vista de la ética política ocurre lo
mismo. Los ciudadanos no queremos que se
tomen decisiones tan importantes “por nuestro bien” sin poder deliberar a fondo
sobre el contenido de las mismas. Nos parece una inmoralidad. Cuando hablamos del principio de “autonomía”
del paciente nos referimos a su “capacidad de darse normas / gobernarse a sí
mismo” (nomos = ley, norma); cuando hablamos de “democracia” nos
referimos a la “capacidad del pueblo de gobernarse a sí mismo”. El paciente,
solo cuando no es competente (capaz, en términos de “capacidad de obrar”) ha de
ser representado. Los ciudadanos empezamos a preferir una “democracia
deliberativa”, claramente dialógica, a una “democracia representativa” en la
que cada día contamos menos. Existen estrategias de participación y
experiencias previas que permiten vislumbrar que ese cambio no sólo es posible,
sino que empieza a ser apasionante.
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Pero, volvamos a la situación de la
reforma sanitaria madrileña…
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Tenemos un partido político que
cuenta con el 33% de los votos de los electores y un 52% de los votantes.
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Un programa electoral en el que no
aparecía la privatización generalizada de la gestión sanitaria en el tiempo, lo
que condiciona la política sanitaria en posteriores legislaturas.
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Un actual responsable político -el
Sr. Ignacio González- que no fue considerado como candidato a la Presidencia de
la Comunidad en las últimas elecciones.
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Un cambio significativo de modelo
sanitario que incluye la gestión de instituciones y dinero públicos por
empresas con ánimo de lucro.
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Un proceso de deliberación formal en
la Asamblea de Madrid, ante un tema tan transcendental y polémico, en el que se
conocía el resultado de antemano en función de herramientas como la disciplina
de partido teniendo, en algunos casos, la “intención deliberativa” de disputar
una partida a “apalabrados”.
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Una amplia mayoría de stakeholders -afectados
en derechos y deberes- tanto profesionales sanitarios como no sanitarios,
asociaciones de pacientes, sindicatos, asociaciones profesionales, etc., que se
quejan de no haber sido ni consultados previamente, ni propuestos para
deliberar y que rechazan frontalmente la propuesta…
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¿Puede imponerse con este contexto
una decisión, en función de la mayoría absoluta parlamentaria? No
olvidemos que, del mismo modo que hay leyes inmorales (léase pena de muerte,
por ejemplo), también puede haber procedimientos formalmente democráticos que
también se pueden tornar en condiciones claramente inmorales.
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Estamos hablando de déficit
democrático, entendido no al modo agregacionista, sino al deliberativo.
Posiblemente no es casualidad que también en otros contextos y no sólo en el de
la “marea blanca”, se oiga repetidamente “que no nos representan, no…”. Algo se
está rompiendo y posiblemente tiene que ver con un pacto social que ya ha
dejado de ser válido. El conflicto sigue enconado y esto es muy
paradójico. La deliberación respetuosa con
todos los afectados genera lo que conocemos como amistad cívica y voluntad
común, aunque pueda haber desacuerdos. Cada parte se siente tratada como
una persona significativa y aunque en la conclusión su propuesta concreta no
sea la elegida, se sabrá valorada, respetada y estará dispuesta a entrar en el
futuro en nuevos procesos de deliberación, porque se han percatado que han
contribuido al resultado y de que, de mayor o menor modo, han influido en él.
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No ha ocurrido así en el conflicto de Madrid, en el que
asociaciones y sindicatos han abandonado las mesas de pretendido diálogo
precisamente porque sentían que no tenían contenido real. En sociedades pluralistas, en las que el desacuerdo es
inevitable, se necesita una “economía
del desacuerdo moral” que lleve a ahorrar desacuerdos y contenga los medios para la
autocorrección. No es el caso de lo que está ocurriendo en Madrid. Existe una
diferencia significativa entre un desacuerdo deliberativo y otro que no lo es;
en el primer caso, los ciudadanos que están en desacuerdo pueden reconocer que
una posición merece respeto moral aunque consideren que está equivocada, pero
existe respeto mutuo porque han tratado de intercambiar razones y argumentos y
se han reconocido como sujetos. Intención deliberativa (como estilo político
actitudinal), razón pública (defendiendo el bien común y no el particular) y
reconocimiento del otro como interlocutor válido en condiciones de simetría
moral son herramientas concretas y actuales de construcción de democracia. A la
democracia, el “gobierno del pueblo” ya no le basta la elección de
representantes cada cuatro años.
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“Si
necesitamos nuevas fórmulas, es hora de presentarlas y deliberar
ampliamente sobre ellas, pero lo que no puede hacerse es destruir sin
razones plausibles, sin discusión, un sistema que ha conseguido ser
históricamente el más justo de los que hemos tenido”.
Adela Cortina, El País, 4/01/2012