En estas últimas mañanas encuentro escarcha en los coches,
camino del centro de salud (tengo trabajo, mis vecinos tiene coche). El vaho de
mi boca me recuerda que hace frío (tengo abrigo –varios–, guantes, bufanda
–muchas más de las que necesito–, acabo de darme una ducha caliente en casa).
No he tenido que hacer ninguna cola esta mañana ni para calentar la leche (en
casa hay varios litros) ni para tostar el pan (de molde, de una archiconocida
marca multinacional). Mientras desayunábamos hemos escuchado las principales preocupaciones
de este país durante el mes de enero (vivo en el “primer mundo”): si este año la
cabalgata de Reyes ha sido “perdonable” (un niño y unos cuantos hombres
formando una fila… qué coincidencia con las fotos), unos cuantos expertos asesorando
a padres en talleres especializados sobre la edad óptima a la que los niños
deben tener su –primer– Smartphone (mis hijos tienen uno cada uno, yo tengo otro),
además de cuántos paquetes con regalos es conveniente que cada niño abra –no
que juegue sino que abra– la noche de Reyes.
A mí también me parecen asuntos preocupantes.
Apuro el té y apago la tele (tengo dos teles en casa) y
salgo como cada mañana hacia el centro de salud (soy médica de familia, ya te
dije que tengo trabajo y no me juego la vida trabajando). Por un instante se me
pasan por la cabeza algunas de las causas de muerte que podrían aparecer en mi
certificado de defunción pero no se me ocurre que pudiera poner: Hipotermia. Impacto
de metralla. Derrumbe de su casa arrasada en un bombardeo. Yo vivo en un país
si más guerras que las políticas. Hay paz (relativa y no perfecta pero paz).
Puedo sentirme razonablemente segura. También mis hijos, que tienen todo lo que pueden necesitar (todas las necesidades
básicas cubiertas, todas) y bastantes cosas que no necesitan. Estudian (hay
colegios, institutos), hacen deporte (hay polideportivos), tienen bibliotecas
públicas –a las que no acuden– llenas de libros –que mis hijos no leen,
prefieren los videojuegos–.
Esta es mi rutina de cualquier día de enero, como podría
haberlo sido para una médica de familia siria una mañana cualquiera de enero de
hace seis años. Ella y yo, compartiendo aún el entusiasmo por un oficio hermoso
que se presta a escuchar, acompañar y aliviar los sufrimientos ajenos. Sin que
ella dejara de cumplir con sus rutinas, sus horarios, sus obligaciones (igual
que yo con las mías) todo se vino abajo. Ahora la rutina es la del miedo, la
del terror, la del pánico. Durante seis largos años, cada día. Ya no hay
trabajo. Ni coches aparcados. Ni ducha caliente. Ni desayuno, ni leche, ni pan
de molde tostado. Frío sí, mucho, persistente. Sin abrigo, ni guantes, ni
bufandas. Ella cambió su centro de salud por un bote hinchable en el que se
subió con sus dos hijos, sin Smartphone ni paquetes de regalos ni fotos en la
cabalgata de Reyes. Creyó que podría atravesar el mar helado y alejarse del
miedo y de la muerte. Creyó que podría refugiarse en el primer mundo de
cabalgatas de Reyes y buenos propósitos solidarios.
Ahora está haciendo cola a veinte grados bajo cero con una
manta congelada sobre los hombros, congelado el rostro por el que ya no bajan
las lágrimas que dejó de derramar hace nueve meses cuando llegó a Lesbos (sin
Smartphone y sin sus dos hijos que cayeron del bote hinchable y se ahogaron en
el mar helado).
Ella no sale en la foto que circula por las redes sociales y
que yo veo esta mañana en Twitter, en mi Smartphone, camino a mi trabajo, con
mi abrigo, mis guantes y una de mis muchas bufandas. Ella no, ni sus hijos (sin
tumba, solo el mar como camposanto). Y yo pienso si no debería hacer algo más
que retuitearla (la foto, la fila, el paraje helado como un Auschwitz del siglo
XXI), hacer algo más que poner un emoticono triste, muy triste, el emoticono
más triste que encuentro. Pienso en hacer una donación extra a ACNUR (soy
socia de ACNUR, de UNICEF, de CRUZ ROJA, de SAVE THE CHILDREN y alguna otra)
(soy socia, no beneficiaria). Pienso. No actúo. Siento. No actúo. Pienso al
menos compartir la indignación que siento. Pienso decir algo. Pero me callo. Parece obvio
que no servirá de nada.
¿Y si sirviera? ¿Y si tú tampoco te callaras? ¿Y si
pudiéramos hacer una cabalgata mágica de verdad que terminara con esas
denigrantes condiciones de vida en los campos de “refugiados”? ¿Y si pudiéramos
parar la guerra?
No sé cómo hacerlo. Sinceramente no sé cómo hacerlo ni qué
hacer que sirva de algo. Pero no quiero seguir callada. Silencio cómplice, como
tantos de la historia, que mira, se indigna y calla.
#CONLOSREFUGIADOSyonomecallo
¿Y tú? ¿Tú también te callas o alzas tu voz?
¡Qué garra, Beatriz! Te felicito.
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