Este año que se acaba me deja algo más que mal sabor de boca. No sé de qué manera he colaborado en la crisis por ir a trabajar todos los días a un servicio -aún- público esencial del que me siento especialmente orgullosa: la sanidad pública (en el ámbito de la atención cercana y de proximidad que llamamos "primaria"). Solo he faltado un día por enfermedad (una gastroenteritis que me contagió una paciente y por la que casi me descuentan el sueldo...); he dedicado más de seis horas diarias a atender a las personas que han acudido a la consulta con sus problemas físicos y emocionales, sus crisis familiares y el temor a la muerte dolorosa o solitaria; después he visitado a muchos ancianos en sus casas y he acompañado a morir a varias personas que decidieron dejarme entrar en la intimidad de sus últimos días; he hecho curos online de reciclaje desde casa porque en la consulta no tenemos un minuto libre; he ido a algún congreso (por supuesto pagado de mi bolsillo) y he intentado colaborar en la formación de los médicos reisdentes de medicina de familia; he podido compartir los desvelos de otros en el comité de ética del área... en fin, ni más ni menos que lo mismo que han estado haciendo mis compañeros, médicos de personas comprometidos con ellas. Y parece ser que somos culpables, negligentes y malversadores de los dineros públicos. Culpables de la crisis y mentirosos.
Entonces llegaron ellos, los políticos de turno que dijeron que ya no teníamos que seguir atendiendo a todas las personas que antes atendíamos (ante lo que algunos propusimos la objeción/desobediencia civil); que había que disuadir a los pensionistas (por lo que se ve también culpables de la crisis por tener en casa dos cajas de paracetamol) de que pidieran tantas recetas; que había que negar a los pacientes que toman opiáceos (por enfermedades en fase terminal o por dolor crónico) el uso de laxantes; y que, como esto no sería suficiente, mejor le concedemos el beneficio del esfuerzo de todos a unos cuantos empresarios que van a empezar a poner precio a nuestra salud y hacer con ella negocio.
La Tierra Oscura ha extendido su manto de desolación, y el poder del brillo del oro nos ha dejado en tinieblas. Buscamos la luz, entre todos. Sumamos gritos, cacerolas, pancartas, villancicos y dijimos que NO, que LA SALUD NO ES UN NEGOCIO, que tiene VALOR y NO PRECIO, y nos vestimos de blanco y seguimos sumando hasta formar una hermosa MAREA BLANCA que ha pedido cordura y prudencia ante la barbarie de la codicia. Como no hay peor sordo que quien no quiere oir, la soberbia y el desprecio de los políticos -que se alegran de la dimisión masiva de los responsables de que las cosas salgan adelante- han mantenido su plan privatizador. No sé si son buenos o malos tiempos para la ética. Lo que sé es que no debemos consentir este atentado a la justicia social más básica, una serie de decisiones (políticas e ideológicas) que solo tratan de obtener beneficios económicos para unos pocos a costa del esfuerzo de muchos.
En esta España de pandereta somos capaces de concederle el premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales a Martha Nussbaum y su teoría de las capacidades (que defiende una serie de capacidades básicas que los gobiernos deberían garantizar a todas las personas para considerar que su vida tiene un mínimo de dignidad, una propuesta de desarrollo humano no basada en términos de desarrollo económico (PIB) sino en lo que las personas pueden llegar a ser y hacer, y que por supuesto incluye la salud como una de las cuestiones básicas) haciendo a la vez oidos sordos a sus propuestas. ¿Se habrán leído sus libros?
Así que tendremos que mantener nuestro plan opositor, porque como decía Santiago, el protagonista de El viejo y el Mar, podrán destruirnos pero no derrotarnos